martes, 9 de febrero de 2010

Espeleología.

Fue una de mis pasiones. Comenzó como algo lúdico, excursiones cortas con los amigos y amigas que sin duda estaban relacionados con algún grupo de espeleología. Recuerdo a gente de La Señera, un grupo de montañismo y espeleología primo o conocido de alguno de mis amigos.

Más tarde lo que eran excursiones en plan aventura se convirtió en trabajo, topografía y estudios de todo tipo pero esta etapa duró poco ya que era muy exigente el horario y acabamos muchos algo cansados de salir y pasar muchas horas para levantar planos y demás.

En esta etapa fui descubridor de cuevas vírgenes, al menos desconocidas, no catalogadas, y de ello consta un estudio que realizamos en Pedralba, junto a la Peña María. Un paraje verdaderamente excepcional; y un descubrimiento excepcional también pues en una de las cavidades hallamos hachas pulidas posiblemente del eneolítico, un buril de hueso y restos cerámicos. También un esqueleto, que dió nombre al sistema de cuevas, la sima del esqueleto.

El esqueleto presentaba una herida de arma blanca en el humero derecho y posiblemente no era prehistórico. Quizá victima de un atraco o asesinato hace mucho más de cien años. Al menos eso nos comentaba el forense del Museo de Prehistoria de Valencia cuando don Domingo Fletcher era su director.

Lo más entrañable fueron las excursiones, por supuesto, la afición entonces a la paleontología, que aún me dura, las experiencias deportivas...

No recuerdo el nombre pero entramos entre muchas y muchas simas a un bóveda, la segunda más grande de España, en la que cabía el Miguelete y era como un campo de futbol en su base.

Bajábamos por el hipotético badajo y las vistas impresionaban realmente. Otras también como la Sima del Caball en Olocau, y otras muchas de las que ni recuerdo al nombre ni la ubicación, conformas un catálogo de recuerdos maravilloso del que poseo fotografías y la sensación de haber hecho algo grande.

Libros, muchos, de técnicas, de historias sobre la espelunca... sobre Norbert Casteret y otros que configuraron la disciplinas en sus inicios.

Qué maravilla...

martes, 2 de febrero de 2010

Otro recuerdo gastronómico, la sopa de ajo.

Decían en casa que era comida de reyes. Y yo creo que este comentario estaba alimentado por lo agusto que se comía esta sencilla receta que, sin embargo, es tan difícil de acertar.

Muchas veces el placer que nos provoca un plato es inexplicable, y además nos hace plantearnos pensamientos elevados, quizá de ahí el comentario.

Mi madre la hacía de vez en cuando y la satisfacción de mi padre y mi hermana mayor eran evidentes. A mí jamás me gustó pero hoy día mi gusto ha cambiado notablemente.

Se frie un ajo a trocitos y con el ajo unas rebanadas de pan que sean finas para que así no absorva todo el aceite. Se añade un poco de pimentón dulce y se remueve para que no se queme. Se añade inmediatamente un poco de agua o caldo; preferentemente caldo de verduras o de pollo y se deja cocer unos minutos. Lo suficiente para, al final de la cocción echar un huevo y que se haga escalfado junto con la sopa.

Respecto a la sal, poca, es mejor que sea poca ya que nuestra salud lo agradecerá a la larga y se controla en el momento en que ponemos el caldo. Podemos añadirle un majadito con peregil e incluso alguno de los ajos que hemos frito y habremos separado previamente para este majado.

Bueno esta es la receta y quiero añadir que se me hace la boca agua sólo de pensar en ella. Se trata de una receta sencilla y tradicional que estuvo presente en casi todas las mesas españolas de clase media y que solemos relacionar con nuestos padres o abuelos.